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Channel: Las Malas Juntas » Vol. 48
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Tres soles en Anexia

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Portada-Quinones

Juan Carlos Quiñones (Puerto Rico)

Detrás de todo cuento re encontrado hay un cadáver perfumado
Manuel Ramos Otero

En ciertos casos no basta saber quien cometió un crimen
para entender por completo las razones que lo motivaron
y descubrir los numerosos rostros que se ocultan
detrás de un hecho sangriento.

Ignacio Padilla

Solo en Anexia se atenta contra el tiempo. Solo en Anexia, cuando estoy analizando mis pisadas en el suelo para descubrir que son mellas en el caparazón polvoriento del leviatán del tiempo, ahí, es que me asusto de revolcar dicho polvo, que me espanto de despertar a dicho monstruo no sea que me descubra polizonte cabalgándolo, viajándolo en su piel vieja y arrugada y decida desterrarme a las habitaciones oscuras de la pena y a la mustia fragancia de fotos en blanco y negro relegadas a gavetas harto tiempo invioladas. Es únicamente en Anexia donde uno se decide a estarse quieto, a golpear solamente la piel fría de las teclas y si acaso, furtivamente, arriesgar un recuerdo. Porque eso también es atentado en los territorios de la isla de Anexia. Y se me ocurre que esas agitaciones internas de tiempo falso recordado pueden, aunque imperceptibles, de un modo astrológico despertar a la bestia. En Anexia escribir es el único movimiento permitido porque allí escribir es silencioso, inofensivo, fugaz como el filo de una página. Escribir en Anexia es parecido a estar muerto, a ser polvo diseminado sobre el caparazón de cualquier monstruo. Es por esto que analizar mis huellas en el polvo es un acto funerario, religioso, como salir de un templo o de una orgía. Cada trazo en el polvo es un baile sobre el propio pellejo, un pasar la lengua por las generales partículas de millones de terroristas, billones de difuntos exiliados.

Dije que recordar es un acto subversivo y dije bien, pero encuentro necesario ahora, alejándome de Anexia, o ahora que Anexia ya no existe, afinar la puntería y definir la víctima. Pero entonces es intensa la marejada de lánguidos lemures e hipocampos que me arropa, que se me trepa por la piel humedeciéndola y ablandándola, desapareciéndola, cuando practico esa operación de enfoque porque resulta que la mira me tiene a mí mismo como blanco y que en Anexia no se camina por el caparazón del tiempo desmenuzándolo sino que se camina por la entraña del tiempo que desmenuza a uno digestivamente y que afuera del tiempo o dentro de Anexia no se existe sino en la forma queda, leve y solitaria del somnífero e innombrado polvo.

La entraña que me parió en Anexia pertenecía a un barco muy mercante que no acostumbraba llevar pasajeros que no fueran cajas de opio, botellas de vino, gas y aguardiente, esclavos y otros contrabandos posibles. Un barco cuyos robustos y dorados marineros hablaban una multitud de lenguajes incomprensibles que en su conjunto fabricaban en mis oídos otro lenguaje suma, un lenguaje posible solo para insectos o para dioses. Un lenguaje que no hablaba de las cosas, que no las acariciaba, no las besaba de lengua sino que las ignoraba suicida, ocurriendo distante sin decir nada. Pensé que en un lenguaje así me había tocado pensar a mí, que un lenguaje divino era el peor instrumento para aplicar las teclas de la Smith Corona, que quizás Anexia enmudecería a los dioses para permitirme pensar con mi máquina los necesarios nacimientos.

Pisé las tablas del muelle de Anexia cuando el primer sol de Anexia entregaba sus últimas rojas luces al cielo, cargando conmigo mis únicas y absolutas posesiones materiales: una Smith Corona, una Smith & Wesson y Rosa, mi mujer. El viaje en barco mercante, obviamente, fue idea de Rosa, que gustaba de las aventuras y disfrutaba su condición de turista entregándose a juegos frívolos de piratas, expedicionarios y colonizadores. Roger también fue idea de Rosa, un mancebo cristalino y delicado, hermoso como una muñeca de cerámica, igual de transparente, igual de ciego, de mudo, de frágil, de intrascendente. Era, en todo sentido, una mariposa. Yo lo entendía a Roger acompañándonos en esta travesía como faldero de Rosa, como cosita rosada que Rosa encontró en algún bar fragante a incienso y a esoteria comercial de nuestro último puerto. Un perfecto idiota, le dije a Rosa. Un idiota perfecto, me respondió, con su sonrisa salvaje e insaciable.

Yo estoy seguro de que Rosa recuerda dónde fue nuestra última parada, de qué puerto zarpamos para llegar a Anexia y cómo se llamaba el barco cuando de dicho puerto zarpamos. Dije que Rosa era turista. Los turistas nunca olvidan. Son coleccionistas del tiempo. Para Rosa viajar a mi lado, ser mi mujer eran cuestiones de vacaciones, su vida era una cuestión de vacaciones interminables. Era hermosa, sí, eso es indiscutible, pero poseerla era un juego también vacacional, superficial, de hobbie, un juego como jugar a las muñecas de porcelana o a los aventureros. Rosa era una criatura que dibujaba un exotismo de plástico, una naturaleza multicolorida como esos peces tropicales que existen por millones en peceras de restaurantes de tercera para emociones y hemorragias de turistas de tercera. Su hermosura era, posiblemente, otra de sus exóticas vacaciones, un resignado, esplendoroso y mediocre hiato ante la muerte.

Yo, sin embargo, no era turista. Viajar para mí era un proceso anamnésico, terapéutico, como un psicoanálisis mudo y sin salida. Yo no recordaba los lugares, yo extendía las nasas de mi memoria y estas siempre regresaban vacías. Era como si transitara entre olas siempre hacia el presente de un pasado ignorante, plagado de amnesia, un pasado que nunca sintió en su piel la inminencia material de algún presente. Yo no viajaba, sino que nacía a los lugares, mi arribo a cualquier lugar era un parto, un estreno, una llegada primera. Esta reyerta, esta perenne escaramuza entre el tiempo y yo eran mi condición, mi enfermedad, lo que me hacía incapaz de practicar las teclas de la Smith Corona y realzar lo que era mi destino o mi único deseo realizar, trabajar con la máquina la maravilla y fijar el invento para hacer funcionar el tiempo imaginario. Para sanar este hueco de mi vida y de las cosas fue que viajé inmemoriado hasta llegar a Anexia solo acompañado de mis únicas pertenencias. Anexia era, para mí, un infierno ineludible y redentor.

En el muelle de Anexia nos recibió el dueño del Hotel Anexia, un ser pequeño y con presencia de duende, de criatura de magia menor. Fumaba unos cigarrillitos apestosos y vestía un traje de tres piezas marrón en el que parecía haber nacido. Era, según nos explicó, además de dueño del único hotel de Anexia, el único taxista de Anexia, y como buen prestidigitador enano, desapareció y apareció en un santiamén al volante de un taxi amarillísimo y destartaladísimo que encajaba como un círculo en un triángulo con el paisaje alucinante que era Anexia. El paisaje de Anexia semejaba una escritura antigua o un reloj de arena. El sol de Anexia parecía entablar una conversación milenaria con Anexia, parecía haber amoldado cada forma, cada lejano y deshojado árbol, cada piedra, cada sombra, cada hierbajo doblegado, dándole piel sagrada a todo lo que tocaba. Era inaudita la presencia de la máquina amarilla, de sus ruidos metálicos y sus combustiones en los ámbitos hieráticos de Anexia. Era como una injerencia, una bala en la carne, un implante de metal, una rasgadura cuadrada y simétrica en un lienzo de Van Gogh.

Christophe-Blain-Isaac-le-pirate

Partir hacia el hotel en taxi por una carretera sinuosa y Rosa empezar a parlotear y a plagar a nuestro anfitrión de preguntas que no esperaban respuesta fueron un mismo acto. Aquel atropello de preguntas (que si tiendas, que si restaurantes, que si paisajes, que si comida nativa, que si playas nudistas) sumado al silencio de Roger, estos dos simultáneos modos de existir en Anexia me convencieron de una cosa: Rosa, Roger y yo no realizábamos el mismo viaje. Rosa y Roger no pisaban el mismo suelo que yo, no viajaban en el mismo taxi, no ocupaban la misma Anexia que yo ocupaba. No hablábamos, no pensábamos en el mismo idioma. Yo pensaba el idioma insectil de los marineros, Rosa el de las cotorras y Roger el de los muertos. Con esto en mente dediqué el trayecto a mirar al horizonte, donde el sol, el primer sol de Anexia se derretía suicida intentando desaparecer. Un rumor como de millones de botellas destapándose casi se me venía encima, inminente, a la vuelta de la esquina, como si el tiempo luchara por al fin zumbar en mis oídos, atravesarme y hacerme suyo.

Casi.

Llegamos al Hotel Anexia con el último rastro del primer sol de Anexia. La noche se imponía. Roger y el dueño del hotel se encargaron del equipaje, que solo consistía de un baúl propiedad de Rosa que contenía su ropa y la de Roger. Todo lo mío estaba en mi mano izquierda, el bolsillo de mi chaqueta. Y Rosa comentándome entusiasmada la arquitectura del hotel (¿verdad que es lindo Bill?).

El hotel era una ruina. Se pegaba a la piel y al ojo como cosa que era ruina desde el momento mismo de su construcción, como artefacto viejo que nunca había sido nuevo. Testimoniaba la inminencia incongruente de una quiebra innombrada, innombrable, de una estructura en pie y al mismo tiempo destruida, de una aristocracia al unísono gloriosa y marchita, un oriente colonial en salvaje y exuberante decadencia. Un lugar de naturaleza trunca y descalabrada.

Entramos. Sus interiores exudaban una desolación ceremoniosa, olfativa, como de templo clausurado o burdel en cuarentena. Supe inmediatamente que éramos los únicos huéspedes del hotel, posiblemente en muchos tiempos. El duende subió con Roger a depositar el equipaje (el baúl de Rosa y mi Smith Corona) en nuestras habitaciones mientras mi mujer y yo explorábamos los recovecos del primer piso del hotel. Rosa no se callaba. Nunca. Pero sus palabras denotaban que ella no veía lo que yo veía, que estábamos en dos mundos, dos hoteles, en dos Anexias distintas. Guillermo, mira qué hermosos los muebles, son antiguos, ¿no? (yo no veía antigüedades sino vejestorios, mobiliarios más dignos del fuego que de ocupar el vestíbulo de un hotel.). ¡Mira, William, qué pinturas más exquisitas! (piezas fatales, obras de niños perversos o genios diabólicos, pinturas impensables ni en el más oscuro, pervertido y descaradamente falso museo). La voz del duende del hotel se insinuó desde las escaleras llamándonos a la cena, y Rosa mmm qué rico huele, cenaremos regio (un olor rancio, como de un animal hecho de queso quemado me traspasó el olfato intimando la náusea). El duende del hotel anunció con orgullo que el plato principal de la cena sería Hipocampo Gigante de agua dulce asado, la especialidad del chef (que era, explicó acto seguido, él mismo) y gloria  gastronómica de Anexia. Rosa y Roger se sentaron inmediatamente a la mesa, donde comenzaron un bacanal indescriptible, glotón y vertiginoso, consumiendo voraces los pedazos olorosos de la bestia marina y bebiendo enormes cantidades de champán, que nuestro huésped el duende traía botella tras botella, incansable. Era un espectáculo insoportable. Me excusé y subí al cuarto a escribir o a dormir o a fumar o a lanzarme sin fondo a la noche de Anexia.

* * *

Las noches en Anexia amenazan la certeza de las cosas. Los objetos sufren la degradación de sus formas, se difuminan y se desbordan los unos en los otros olvidando sus límites y sus lugares designados en el mapa. Ya dentro de la noche de Anexia camino unos metros por una vereda borrosa, volteo el rostro y el hotel es un fantasma hecho de fracasos turbios de piedra, de madera y de metal. Es en esta noche que paseo analizando la arena fina de Anexia, arena blanda, como escapando a la solidez de la materia, casi. Busco algo, o algo furtivo cazador sigue mi rastro. Un brillo aurático, kiriliano, lo permea todo. La isla misma, exenta de luna (Anexia es un planeta sin satélites), se sumerge atlántidamente en un fluido luminoso como soltada del abrazo de su amante el sol de Anexia, que la deja hundirse hasta el alba por su propio peso.

Las noches en Anexia son luciérnagas, me digo, casi, o Anexia habita el vientre fluorescente de una luciérnaga descomunal e infinita que revolotea inmóvil el vacío. Camino como flotando inerte y las materias, el aire mismo suda un halo fulgurante que inunda líquidamente los pulmones y causa sensación salada de ahogo marino. Los árboles, la distancia, el hotel, los ruidos lejanos e inefables de animales sedientos y desconocidos que pueblan el aire y los oídos conforman una secta de espectros. Me sumerjo en la isla sumergida y todo es lento, las visiones se presentan sinuosas, seductoras, casi describen su trayectoria en el espacio hasta llegar al ojo. La luz en las noches de Anexia se arrastra, se transmuta en tortuga, deviene animal. La fantasmagoría que es Anexia de noche me transmuta a fantasma, me relega a la existencia fantasmal del espectro que siempre he sido. Me acerca desdibujándome a mi naturaleza de hueco, de fantasma, de muerto en vida, de cosa de cristal, transparente y muda. Salgo corriendo y lloro.

* * *

I am a ghost wanting what everyone wants—a body—after the Long Time moving through odorless alleys of space where no life is only the colorless no smell of death

Escribí esto en mi Smith Corona de madrugada, no sé si al regresar alucinado de la noche de Anexia o de un sueño o de la laguna espesa de mi memoria. Lo escribí ciego, lloroso, más para aplacar y silenciar con el alboroto de la máquina los gemidos y jadeos de Rosa en el otro cuarto que por plantar las letras en la página. Para acallar los gemidos de Rosa traspasada y traspasada de éxtasis o el silencio posado sobre Rosa, el silencio enemigo que cubría su piel, el cuerpo silencioso que la cabalgaba al ritmo del chillar los fuelles de la cama del cuarto contiguo, el silencio del cuerpo y la boca que habitaban el cuarto de Roger y el cuerpo de Rosa aquella madrugada traicionera y luminosa.

Vi el instante preciso del nacimiento del segundo sol de Anexia sentado ante la ventana del cuarto, fumando, luego de haber escrito ruidosamente en competencia con Rosa, conjurando el espanto con una escritura de fracaso, con palabras inservibles, con una escritura de afrenta a la Smith Corona que estaba hecha para escribir al mundo, la gloria y la mentira y no para alejar gemidos ni demonios. Me despertó del sol el llamado del duende del hotel, que dictaba el desayuno.

Según mis cálculos, todo el ritual del desayuno ocurrió instantáneamente. Todos los verbos, todos los eventos matinales fueron simultáneos e intensos, como un eterno retorno en el que todas las cosas están pasando todo el tiempo por todos los tiempos o un segundo de Dios. No pareció configurarse ninguna jerarquía temporal entre las ocurrencias. Todo ocurrió al unísono:

/En el cuarto de Roger

/Sábanas regadas, húmedas de cuerpos, serpientes emplumadas

/Rosa, su cuello, sus mejillas, sonrojados

/Su rostro de murciélago saciado

/Abro la ventana

/Su sonrisa de entrepierna satisfecha reflejando el sol de Anexia

que irrumpe por la ventana, cegadora

/Roger, ojeroso, pálido, cabizbajo

/Callado

/Sus ojos morados, hinchados, recientes productores de cataratas

saladas

/Un arañazo en su cuello

/Un imán le exige los ojos hacia el suelo

/Tristeza infinita se le escapa de lo más íntimo de sus huesos

/Alimentos en la mesa

/Yo fumando, asomado a la ventana, no quiero ver a Rosa

tragándose el sol de Anexia para

/escupirlo luego por los ojos y los dientes afilados

/A quién has mordido hoy, hermosa vampiresa, le pregunto

/Se escucha el crujir de los dientes de Rosa arrancándole la piel

a una manzana

/Se escucha la bofetada de Roger sobre su propio cuello tratando

de asesinar un mosquito chupasangre

/Rosa, con voz de asco divertido mira Roger, hay un gusano en mi manzana

/El trasero de un gusano protruye del cuerpo de la manzana,

retorciéndose en el vacío

/Déjenme leerles algo que escribí anoche, les digo

/Busco en mi cuarto unos papeles

/Rosa dice con tanto tacataca de tu maquinilla no nos dejabas

dormir

/Ríe por lo bajo y mira felina y divertida a Roger que es una

estatua de hielo mirando a los infiernos

/Escuchen y leí lo siguiente In Egypt if a worm gets in your

kidneys and grows to an enormous size. Ultimately the kidney is just

a thin shell around the worm. Intrepid gourmets esteem the flesh of

The Worm above other delicacies. It is said to be unspeakably toothsome…

/Roger llora en silencio, se acaricia la roncha reciente en el cuello

/Eres un bastardo, me escupe Rosa

/Prepárate rosita mía, que hoy daremos un paseo

/Y me comí el resto de la manzana

* * *

El segundo sol de Anexia marcaba el mediodía cuando el duende se presentó frente al hotel ya no como duende sino como chino, o como un duende chino con atuendo oriental, chancletas de madera y un sombrero culi gigante, cónico y amarillo, que lo guarecía del sol de Anexia. Ahora conducía un rikisha en el que nos arrastraría durante el paseo. Fumaba uno de sus cigarrillitos apestosos, y pensé que hasta había adquirido facciones de chino, casi. Esperando a que Rosa bajara del cuarto (percibí como de un abismo una discusión incomprensible en los pisos superiores, la voz de Rosa como siempre la más arrolladora) fui testigo del romance de Anexia con su sol en todas las cosas visibles, en la temperatura, en los olores que el sol de Anexia le arrancaba a los objetos. Bajó Rosa vestida de Madame Bovary, con traje de burguesa del siglo XIX y un parasol enorme y también amarillo para que la protegiera a ella también del sol de Anexia. Incauta ella no sabía que de Anexia era imposible defenderse, que todos somos víctimas inevitables del tiempo y de Anexia. Tampoco sabía que tarde o temprano lo sabría.

Partimos. Le dije al chino que nos llevara a algún lago o estanque cercano, ya que nos habían dicho que los había hermosos en Anexia. El chino respondió, casi en chino y mordiendo su cigarrillito en la comisura derecha de la boca que de hecho el más hermoso de todos estaba a algunas horas de camino. Sus zapatos de madera removían el polvo del camino, provocando un sonido asordinado, como el que producen las coces de un caballo viejo en el piso duro de la tierra. En ese instante me di cuenta de la conjunción de los tres soles, el sombrero del chino, el parasol de Rosa y el sol de Anexia flotando sobre nuestras cabezas y supe que solo serían tres mis soles en Anexia. No te habrás molestado por lo de anoche, Guillermo, me dijo Rosa. Fue solo un juego, un entretenimiento con Roger. Es más, te diré—me dijo—el pobre odia a las mujeres, le causa asco nuestra piel y nuestro tacto. Es una loquita débil. Tuve que emborracharlo para llevármelo a la cama. Estuvo llorando todo el tiempo que lo hicimos y luego toda la noche lánguido—me explicaba Rosa—como rememorando y redisfrutando el momento. No tuvo importancia ninguna, lo de noche, tú sabes. Tú sabes que es a ti a quien verdaderamente amo pero es que tú me conoces, tú sabes que no me puedo resistir a un reto. Sé. ¿Sabes? —me dijo— creo que está locamente enamorado de ti, la pobre Roger. El amor y la verdad son cosas misteriosas, Rosa, le dije. No tienen rostro, son como siluetas que flotan en la superficie del agua, cambiantes e impredecibles. Eres una serpiente, Rosa, pero te amo, le dije, con la intención de darle un dramatismo de novela rosa a un viaje que sería último y atroz como una navaja, quizás tratando de apaciguarlo como se apacigua a un león con un trozo de carne, a un hipocampo con el pellejo de un pescador desgraciado.

Habíamos llegado al estanque. Nos bajamos del rikisha y di orden al chino de que regresara al Hotel. Se fue arrastrando su carreta por el camino de polvo hasta desaparecer. Caminamos, Rosa y yo, tomados de las manos, hasta la orilla del agua. Plantas flotantes se mareaban en su superficie, globos verdes y rojos que deseaban osados desprenderse del agua y del fondo inalcanzable del agua y abalanzarse al sol. De vez en cuando se notaba la cresta parda de algún hipocampo en busca de comida rasgando la superficie del agua.

Nos sentamos en la orilla del estanque. Es hermoso este lugar, William, me dijo Rosa. Luego de aquí quiero que me lleves a Timbuktú, pero quiero que hagamos el viaje en globo, tú y yo solitos, me dijo, mientras su hermoso pie (se había descalzado) jugueteaba con las aguas del estanque. ¿De quién eres?, le pregunté. Toda tuya, me respondió. Eso pensé. Well Rosa, it´s time for the old William Tell routine again. Rosa me sonrío y se desnudó, suave e inflamante, como solo ella sabía hacerlo, y se acostó en la arena mojada de la orilla sin quitarme los ojos de encima. Tu turno, me dijo. Hice lo propio, me posé sobre ella y comenzamos el rito de la carne. Sus gemidos se desbandaron de sus labios cabalgando el aire, el agua del estanque, mis oídos y los oídos de la arena húmeda y de las piedras erizándolo todo, canción de la carne en ansia excitando hasta a los hipocampos profundos que inmediatamente la desearon.

Te amo, Bill, eres un bastardo—me jadeaba al oído—, eres mil veces mejor que Roger.

Algo de lo profundo se me engarzó a la entraña helando de súbito mi aliento como una bala Smith & Wesson o un millón de botellas destapándose, y acaricié su cuello entonces entre mis manos lento y fuerte y Rosa abrió los ojos mucho y sonrió un gesto inquisitivo, separando un poco los labios. Apreté más y abrió mucho más los ojos que se le llenaron de espanto justo antes de que Rosa se extraviara de su cuerpo recientemente inerte mientras el cataclísmico rugido de un disparo reventaba en el Hotel Anexia recorriendo todo el cielo de la isla hasta enterrarse en mis oídos. Tomé el cuerpo de Rosa en mis brazos y le susurré al oído su nuevo nombre, el nombre que ya no sería capaz de escuchar. Ya no eres mía, le dije, antes de depositar su piel suavemente en las aguas del estanque, donde flotó como un loto blanco por unos segundos antes de sumergirse desdibujándose de la superficie del agua. No pude ver cómo una hermosa comitiva de hipocampos saciaban con su suave y blanca piel el odio y el hambre y el deseo que los inflamaba. Ya el segundo sol de Anexia se extinguía, solo luego de haber sido testigo de mi ofrenda, de mi líquido ritual de carne y de hipocampos. Me vestí y encaminé mis pasos hacia el hotel y hacia la noche fosfórica de Anexia.

* * *

Cuando regresé al hotel ya el horizonte lejano daba a luz al tercer sol de Anexia, y solo regrese para buscar mi Smith Corona y cerciorarme de Roger en su cuarto agarrando el cabo de mi Smith &Wesson con la mano siniestra y una daga japonesa con la diestra. Una mariposa roja y húmeda se había posado donde había estado la piel rosada de su sien izquierda, recorriéndole con las alas el pelo y el lado derecho del rostro. Estaba hermosa, la Roger, una pupa cubierta de un kimono negro, sedoso y plagado de soles rojos y nacientes, una Geisha de hielo sentada en la butaca con las piernas abiertas mientras una oruguilla fría, lenta, fina, colorada y larga le bajaba por la pierna derecha para encharcarse en su pie calzado primorosamente con zapatilla de satín. Había extirpado a fuerza de navaja aquel intruso, pupa, aquel pedazo de la carne que lo había hecho perder su pureza y practicar un rito primigenio pero contrario a sus alas de seda. Se había sembrado una mariposa carmesí en la sien izquierda a fuerza de Smith & Wesson para ver si su vuelo la llevaba a lugares limpios y exentos de la contraria actividad que una mujer lo había obligado a cometer, lejos de la carne protuberante y traicionera. Cubrióse la pobre, la bella Roger, el rostro con polvos de arroz, arenilla blanca y fina que interrumpían impertinentemente las alas de la mariposa. El tercero, el recién nacido y último sol de Anexia bailaba en los vidrios de sus ojos que habían llorado rojamente por última vez desempolvando trechos en sus mejillas de arroz, y se regodeaba brilloso en el esmalte amarillo de sus uñas y en lo que no era rojo de la daga japonesa.

/Viendo así su cuerpo ya no hecho de músculos ni de piel ni de

deseo sino de arroz, de sangre seca, de pupa y oruga y mariposa

/y tragándomela así completa con los ojos míos criminales

/no supe dónde terminaba el suicidio y dónde comenzaba el

crimen,

/dónde la oruga y dónde la mariposa.

Homosexuality is the best cover for an agent escribí en la Smith Corona. La encerré en su maleta de cuero, bajé todas las escaleras y escapé por todas las puertas del Hotel Anexia para perseguir en retroceso el camino inicial del primer sol de Anexia para re encontrarme con el puerto de los apacibles hipocampos.

Pensé, mientras caminaba entre paso y paso por el camino de Anexia, que Roger no era un agente, no era un espía, no era una loquita débil y ambigua como me había dicho Rosa sino una pupa, una virgen a quien Rosa había desflorado, una liviana cosa dentro de un zapato de metal, mientras que Rosa gustaba de jugar a la tirana, a la imperialista de la carne. Por eso al final cedió a los embates de Rosa, a la turbia y cruel seducción de Rosa, transgrediéndose y traicionándose a sí misma. Su piel dejó al final de ser máscara, de ser espía, para ser cruda carne y nervio sensible. No usarse como máscara, no jugar a la Mata Hari la hizo vulnerable, la hizo macho borracho y presa fácil de los colmillos de Rosa, la insaciable vampira, el mosquito, la jugadora. Pensé que Anexia, que Rosa habían sido demasiado para Roger, que si yo la hubiera poseído aquella noche en el barco cuando se me coló en el camarote mientras Rosa destornillaba a sabrá dios qué marinero; si la hubiera besado aquella noche de mar cuando se acuclilló en cuatro patitas tan japonesita (vestía el mismo kimono de los soles nacientes) y se quedó quietecita así por horas, esperando, hasta que yo apagué mi último cigarrillo dejando el camarote a oscuras y anunciándole que mi cuerpo sobre ella no ocurriría; si me hubiera traicionado yo a mí y a mis nombres por una noche jugando con su cuerpo de cerámica a los espías aquella noche acaso nunca hubiéramos llegado a Anexia, acaso yo nunca hubiera llegado a los tres soles de Anexia y Roger y su sien izquierda y su entrepierna serían vírgenes aún hoy y yo hubiera lanzado la Smith Corona por la borda de la barca y hubiera atravesado a Rosa con mi Smith & Wesson para luego repetir el rito de Roger en mi sien y acabar con todo antes de haberlo empezado. Quizás hubiera sido todo mejor así, pensé, y descubrí que no, que ese pensamiento mismo implicaba el nacimiento de mi memoria. Ya podía vislumbrar a lo lejos el puerto de Anexia y el barco varado, ya podía leer su nombre en el costado y recordarlo, ya lo tenía de frente, el Mary Celeste, gigante y blanco como producto de la acumulación milenaria de las secreciones calcáreas de generaciones de moluscos. Ya podía jugar a los recuerdos.

Subí al Celeste cuando el último sol de Anexia se plantaba en el centro de la cosa celeste, ignorante el pobre de su inminente destrucción. El sol de Anexia no era un sol como esos soles que persiguen a los barcos y a los ojos y a los cuerpos en sus inconcebibles y contingentes trayectorias. Era un sol anclado, fetichista, pertinaz y testarudo, un sol de Anexia y obsesionado con Anexia y que no se negó a soltar a Anexia mientras el Mary Celeste y yo nos alejábamos del puerto de Anexia perseguidos de espuma de mar y de hipocampos, mientras nos sumergíamos en una niebla indefinida que separaba al mundo de la isla y al fin flotábamos a la superficie, atravesábamos el límite, reventábamos el saco amniótico del vientre de la inmensa luciérnaga o de Anexia, que nos chorreaba de sí liberándonos al fin al océano del mundo. Anexia, rota su piel, se desangraba, se hundía en el mar, en la niebla en que flotaba, pero ya no como yo supe que se hundía fantasmal en sus noches luminosas sino de otro modo ahora final y trágico, como de final de un cuento o de una página, como un buque majestuoso y derrotado se lanza al fondo de las aguas a morir el incómodo descanso de la oscuridad. Ya ni siquiera el sol de Anexia era capaz de retenerla, de salvarla de su inevitable y marina profundidad. Ahora el sol, el último sol de Anexia se lanzaba desbocado al mar a perseguir a su amada Anexia herida de agua y de muerte, el último y tercer sol de Anexia se sumergía y se apagaba en chimeneas de humo que intentaban el cielo, intentando inútilmente acompañar a Anexia en su última morada de arenas y coral donde anclaría, ruinosa ruina de ruinas, poblada ya solo y para siempre de hipocampos.

Ahora, mientras ocupo nuevamente la entraña del enigma que implica el viaje y el Mary Celeste; ahora, navegando el mar de la memoria y lejos ya de una isla sumergida cavilo, entre tecleada y tecleada, que no fue la mordida de los celos en mi costado ni la satisfacción arrolladora y sadista de un juego carnal de Rosa lo que detonó al vuelo la mariposa escarlata que besó a Roger en la sien ni envió a Rosa a nadar en el estanque. Muerta, Rosa ya no me pertenecía. Muerta flotaba lánguida entre un cortejo de hipocampos. Muerta su nombre ya era Ofelia, o Anexia. Muerto, Roger solo devino al fin mariposa besado por una mariposa, expió una culpa liberadora y me arrancó de la mano el objeto de mi exterminio. Esos fueron desprendimientos, eyección de pertenencias, aligeramiento de equipaje, trucos para deshacerme de Rosa y de la Smith & Wesson para poder usar por vez primera la Smith Corona como ella exigía, como mi única verdadera pertenencia y, escribiendo, provocar la magia. Fue la insistencia de Rosa de jugar al sexo apabullante y violador, fue el empecinamiento de Roger de jugar a los suicidios, lo que me convirtió en asesino, en agente, en espía de ultratumba, en homosexual post-mortem, en fabricador de mentiras de papel.

Por eso, porque hay que vivir al pie de la letra el dictamen de los muertos y obedecer sin titubeos los susurros de los autócratas de la memoria, es que saco la Smith Corona de su maleta de cuero, practico el ritual de las teclas y en quince días de mar y de papel nacen tres soles en Anexia y el disparo de una Smith & Wesson mariposeando la sien de una geisha y Ofelia vorazmente peinada de hipocampos, nacen Bill y William y un hotel último y Guillermo y yo y una Smith Corona zarpando de un puerto a la víscera secreta de un mar y de un barco sin regreso.

(De Todos los nombres el nombre, Colección Maravilla, San Juan, 2012)

Juan Carlos Quiñones (1972, Bruno Soreno, pseud.), tiene a su haber los siguientes libros publicados: Breviario (2002, premio Pen Club 2003), Adelaida recupera su peluche (2011), El libro del tapiz iluminado (2007, Premio Barco de Vapor 2007, Premio Instituto de Literatura Puertorriqueña 2009), La pandilla bajo el árbol y La pandilla y el libro más grande del mundo (2003, 2004). Ha publicado en revistas y periódicos de Puerto Rico e internacionales, tanto cibernéticas como de papel, además de aparecer en antologías locales, hispanoamericanas y españolas. Escribe literatura infantil y de la otra indiscriminadamente.


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