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El ángel secreto

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Sofía Irene Cardona (Puerto Rico)

Estuvo meses soñando con aquel desconocido.  Aparecía siempre cuando menos lo esperaba, siempre lejano, siempre desnudo, mirándola como si reconociera en ella un vínculo secreto.  Al otro día Marina no recordaba ningún otro detalle del sueño, aparte de la impresión de aquel encuentro feliz.  La primera vez que lo soñó trató en vano de distinguir su imagen entre los conocidos;  a quién estaré soñando ahora, se decía, casi avergonzada de no encontrarle un nombre a aquel cuerpo desnudo.  Sin embargo, ya a media mañana había decidido no averiguar la identidad de aquel fantasma y disfrutar el recuerdo de su presencia fugaz.  A medida que fueron sucediéndose sus visitas inesperadas, Marina fue inquietándose cada vez más.  Su marido percibió pronto que algo le sucedía – después de treinta años es difícil ocultar las emociones -, preguntó si algo le preocupaba y acabó por lanzarla inadvertidamente a los abismos de la culpabilidad.

En efecto, algo debía estar pasando, pensó Marina, y cada noche rogaba por la desaparición del espíritu perturbador.  Pero he aquí que de madrugada, cuando inesperadamente encontraba al joven desnudo en el sueño, sonriéndole desde el rellano de la escalera o desde la ventana de una casa desconocida, Marina sentía desaparecer todas sus pequeñas tribulaciones y despertaba a la felicidad.  Pasaba el día en una placidez deliciosa, sensible a los cambios del clima, a los sabores de las frutas y al contacto de su propia piel.  En ocasiones llegaba a tararear por lo bajo alguna tonada hasta entonces olvidada, convocando mentalmente la imagen feliz del joven que, todavía lejano, todavía desnudo, continuaba mirándola con simpatía.

La próxima vez que su marido le preguntó, Marina pudo disimular sus inquietudes y descubrió el encanto del secreto.  Después de todo, en treinta años había mantenido pocos que no fueran arrebatos de su fantasía.  Volvió a dormir noches completas, sin interrupción, completamente quieta en su lado de la cama, como los muertos que guardan un enigma maravilloso.  Con el tiempo, no se sabe si por el mucho descanso o por las frecuentes visitas del joven, Marina pareció recobrar la lozanía perdida en los últimos años. Estos cambios no pasaron inadvertidos por su esposo, que para entonces aceptaba la extraña jovialidad de su mujer como una manifestación original de la neurosis femenina.  De manera que los cambios operados en Marina tuvieron efectos directos en el humor de su marido, que observaba divertido los movimientos inéditos de su esposa.

Así hubieran seguido las cosas si Marina no hubiera regresado a su empeño de descubrir la identidad del joven.  Analizó el contorno impreciso de sus apariciones, el físico y el gesto, su firme mirada de complicidad, y llegó a la conclusión de que debía ser, sin duda, un ángel.  Sin embargo, a pesar de su certeza, le inquietaba aún su desnudez.  ¿Acaso aquella placidez que sentía se debía más a la desnudez del joven que a su entorno mágico?  Este pensamiento la ocupó por varios días hasta que regresó el sueño una madrugada.  En esta ocasión el hombre también aparecía de lejos, pero en medio de un descampado, bajo un cielo despoblado de nubes, no sabía bien ella exactamente dónde.  Marina trataba de acercarse, y la belleza del muchacho, tan perfecto, tan quieto, se desdibujaba cada vez más en la distancia.  Temió que desapareciera del todo y decidió despertar para no acabar de perderlo.  Este acto de voluntad cambió el humor de Marina.  Acaso no era un sueño sino una fabricación suya, más atada a los designios de su voluntad que a los accidentes mágicos de la inconciencia y, por lo tanto, falsa.  Consideró esta posibilidad como una traición a la maravilla, y de paso a su marido, y decidió no volver a soñar con el joven jamás.

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Pronto el azar le trajo la respuesta.  A pesar de la firmeza de su decisión, dos días después Marina volvió a soñar con el muchacho.  Fue un sueño tardío, al filo del amanecer.  Esta vez ella también estaba desnuda.  Marina se vio a sí misma de rodillas, ocupada en deshacer los nudos de unas cuerdas en el suelo. Una luz mortecina invadía la habitación y apenas distinguió la figura del joven acercándose a ella hasta colocar delicadamente su mano sobre la nuca.  Cerró los ojos para sentir mejor su tacto e imaginar su cuerpo y supo, todavía dormida, que su mano era real.  La invadió una sensación de deliciosa voluptuosidad y no quiso moverse para no despertar.  Había recuperado al ángel.  El marido, a su lado, la sintió suspirar y se rebulló entre las sábanas.

Esa mañana, todavía con el recuerdo del tacto angélico, Marina tarareaba una vieja canción mientras tendía las sábanas frescas sobre la cama.  Entraba noviembre con sus días ventosos y la luz se movía traviesa sobre la cama deshecha.  Marina se concentraba en su labor, todavía feliz bajo los efectos del sueño.  Cuando el marido salió del baño, la escuchó cantar en la habitación y, todavía desnudo, como hacía treinta años, se le acercó despacio.  Marina reconoció la mano del ángel y, cerrando los ojos para sentir mejor su tacto, supo con certeza que se le desvelaba un misterio.

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Sofía Irene Cardona (San Juan, 1962) es autora del poemario La habitación oscura (Terranova, 2006) y El libro de las imaginadas (EDUPR, 2008).  Este último le mereció el Primer Nacional de Narrativa del Pen Club de Puerto Rico 2008 y el Segundo Premio de Literatura del Instituto de Literatura Puertorriqueña del mismo año.  Su cuento “La maravillosa visita del calzadísimo extranjero fue premiado en el Primer Certamen del Cuento Infantil del periódico El Nuevo Día (2006).  Ha colaborado regularmente en las columnas “Buscapié” de ese mismo diario, la revista cibernética 80 grados y en la página “Fuera del quicio” del semanario puertorriqueño Claridad.  Un escogido de estas últimas fue publicado bajo el mismo título, en colaboración con Vanessa Vilches Norat y Mari Mari Narváez (Santillana/Aguilar, 2007).  Además de su labor como escritora, es catedrática de Literatura Española en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico.

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