Emilio del Carril (Puerto Rico)
Yo quiero luz de luna para mi noche oscura…
Luz de luna, Álvaro Carrillo
No ha sido tarea fácil descubrir mi homosexualidad cuando recién incursiono en los setenta años. Primero porque no estoy preparado para efectuar cambios en mis últimos días, diseñados para los adioses, las enfermedades, el desapego paulatino de la vida, el alejamiento de la realidad, el entumecimiento de las articulaciones, el enmohecimiento de las ilusiones, la espera lánguida y las cataratas que me ayudan a no verme las arrugas en el espejo. Estoy listo para la resignación de sentarme cada día en la sala de espera de la existencia con la única encomienda de no estorbar, y entretenerme con el borroso álbum de recuerdos archivado con desorden en el cerebro. Segundo, porque después de manosear el amor por tantas décadas, la palabra se ha convertido en una flor longeva de las que se usan para adornar los sepulcros olvidados. Tercero, y no menos importante, porque todavía estoy unido a la mujer con quien hace cincuenta años me casé y que de alguna forma se ha convertido en mi sombra.
Sí, Bernabet es la misma de siempre, tiene casi la misma figura, el mismo color de cabello, el arco tatuado de las cejas, los ojos abiertos, las ojeras operadas, el busto relleno de silicón, y debajo de la dermis, onzas y más onzas de Botox y Restiline, medicamentos que de alguna forma se le han filtrado por la tráquea hasta llegar el mismísimo centro del pecho donde mantienen un alma que no se contrae por ninguna razón, un alma tan estirada como su cuello, almidonada de orgullos falsos, de apariencias y ese desdén que moviliza todos sus actos para cumplir su única encomienda: el deseo de joder.
Hoy es catorce de febrero, día de San Valentín. La algarabía invade esta égida exclusiva para personas de abolengo, el postrero hogar de las grandes figuras de la banca, la última casa del jet set que por décadas vivió estático en las fotos de la revista Imagen y Hola: banqueros, comerciantes y médicos abandonados por hijos que acallaron sus conciencias detrás de las puertas de aceitillo labrado y los pisos de mármol de esta égida que por momentos parece un mausoleo. Todos somos grandes e importantes personalidades que producimos el mismo olor fétido cuando vamos al baño y que tenemos la misma reacción de flatulencia ocasionada por la intolerancia a la lactosa.
La servidumbre colectiva (algunos tienen mucamas y enfermeras exclusivas) corre de arriba abajo; con sus trajes negros y sombreros blancos, zigzaguean con el empeño de que nadie pueda dar la mínima queja sobre sus ejecuciones. Todo son preparativos: globos, coronas para la reina y el rey, corazones, olores a comida gourmet, vajillas de porcelana china, cubiertos de plata, manteles de hilo y pañales desechables para que la incontinencia urinaria no cause estragos en las sillas francesas de patas de garra. Tenemos un concurso de talento, elegiremos los reyes de los corazones, el Sr. y la Sra. Amor, rojo intenso, color que contrasta a la perfección con el verde coraje que me causa ver tantos fantasmas que siguen con rigurosidad las reglas del juego para hacer el ridículo.
Mi querida esposa encargó su traje formal a España, modelo híbrido de una crónica de la revista Hola y un sueño que tuvo cuando era niña, sueño que se ha convertido en la pesadilla de la casa Balenciaga, pues cumplir con los requisitos de entalle del sistema inglés al métrico ha sido difícil, ha sido tedioso, ácido sulfúrico vertería sin contemplación sobre el cortinaje de cristales Swarovski con aureolas boreales que ella clasifica como su traje espectacular y que en realidad la hacen lucir más luminosa que un árbol de navidad de una tienda por departamentos. Yo encargué mi tuxedo sencillo en el legendario Leonardo’s, ya que Clubman cerró hace diez años después de que unas feministas atacaran la tienda por su chauvinista slogan de que “detrás de cada hombre que viste de Clubman, hay una mujer…”.
No tengo interés en ir a la celebración. ¡Cuánto daría por quedarme en la terraza posterior y jugar ajedrez con mi amigo, el ingeniero Rolando Sanabria!, el hombre que me catapultó a un carrusel en forma de castillo con unicornios violeta de cuernos plateados y magos de largas cabelleras espumosas.
Recuerdo el día que llegó hace aproximadamente tres semanas, una tarde tan estúpidamente parecida a otras, los restantes cuarenta hospedados disfrutaban de la obligatoria siesta que los hace reponer las energías malgastadas en Plaza las Américas. Por mi parte, disfrutaba de un paseo por el jardín japonés que estabiliza mi Yin y mi Yan. Cargaba un juego de ajedrez antiguo por si la suerte atinaba conseguirme un compañero de juego cuando vi el automóvil negro estacionarse en el redondel donde los familiares tiran como trastos a los que les dieron la vida. Me llamaron la atención su cabello abundante, su piel luminosa y la expresión de tristeza con aliños de lágrimas viejas, sabias, y recurrentes por los mismos y marcados caminos de sal que convertían su rostro en una oda a la melancolía. Pude ver cómo insistía en que el chofer no se bajara. Con dinamismo sacó la maleta de la cajuela y se dirigió a la entrada. Cuando se aseguró de que el auto se había perdido, regresó al redondel y se quedó mirando a un horizonte cada vez más lejano. Me acerqué y con entusiasmo le extendí la mano en señal de bienvenida, él cerró la suya y la convirtió en un puño sólido. En otras circunstancias hubiera resentido el desplante, pero un perdón se posó en sus pestañas cuando me sonrió con pesadumbre. Intuí que sufría, por eso y ante su actitud paralizante, parecida a la que sufrió la esposa de Lot cuando abandonó su hogar, intenté darle unas palmadas consoladoras en la espalda. Una sacudida, para nada disimulada, reafirmó que no es el tipo de persona que gusta del contacto físico. Decidí retirarme ante el segundo agravio, pero él me preguntó por la caja que yo sostenía:
–¿Ajedrez?
–Sí.
–Supongo que aquí no hay mucho más que hacer.
–Se equivoca, también se juega bingo y dómino.
Sonrió y de pronto me pareció como un niño que encuentra a un amigo el primer día de clases. De inmediato olvidé los incidentes, (no me queda mucho tiempo para acumular resentimientos tontos) y comencé a enseñarle las instalaciones: la sala de espectáculos, el gimnasio, el sauna, el salón comedor, el cuarto de proyección cinematográfica y su cuarto, el número 12. Lo dejé frente a la puerta del espacio que sería su aposento con la delicada consideración de que tuviera privacidad. En el momento justo en que me despedía y reprimía el consabido apretón de manos, me dijo:
–¿Jugamos?
–Claro, hombre, después del té, mi cuarto es el diez y mi extensión es la 1492.
–Me llamo Rolando.
–Miguel, un placer. Una presentación tardía, pero segura.
–Cuando tenía que ser, fue.
Me retiré analizando la construcción de la oración. De inmediato pensé en las razones por las que ese anciano me simpatizó. Llegué a mi cuarto, Bernabet repasaba el poema que recitaría la noche de talentos; la invisibilidad me arropó. Me recosté para leer el libro de Ítalo Calvino que tantas veces había empezado, cuando sentí un aleteo en la ventana, era una lechuza blanca que parecía adelantarse a la noche. Me recosté de nuevo y como es usual me quedé dormido hasta que el timbre del teléfono sonó. Era él.
–Miguel, ¿dónde jugamos?
–Vamos a la biblioteca.
La tarde se evaporó como el agua de las fuentes pequeñas. Descubrí a un contrincante divertido que precedía cada movimiento de la reina con una historia y un aforismo para los movimientos del rey. Fui yo quien se rindió después de percatarme de que él no mostraba el mínimo indicio de cansancio, justo en el momento que le había dado un jaque en el tablero y él me daba un mate en el corazón, ¿será que se ama más rápido cuando uno piensa que ha olvidado cómo hacerlo?
Llegué a mi cuarto cansado de sentir cosas que hacía décadas había enterrado; alguien que pensaba en algo más que las operaciones de pecho abierto resucitaba sensaciones que me activaban el apetito y cincelaban en mis labios una nueva sonrisa, o mejor aún, una sonrisa postergada por el intenso tráfico de los atardeceres rutinarios.
Esa noche no se presentó a la cena así que decidí buscar en mi armario unos chocolates belgas para llevárselos. Toqué a la puerta pero no contestó, insistí ante la posibilidad de que algo le hubiera pasado. Después de unos instantes, salió arropado por los vapores del agua caliente y una toalla aterciopelada. Me pareció que estaba en el Monte de los Olivos y que presenciaba una segunda transfiguración. Ante la aparición solo atiné a decir:
–Te traje chocolates.
–Gracias, pasa hombre.
Entré a su cuarto asustado, intuyendo, presagiando, pero, en definitiva, seguro de que quería hacerlo.
–¿No cenas? –pregunté, mientras evitaba mirarlo al pecho.
–Me tomé un Ensure, no me gusta la gente, prefiero a los amigos.
Sentí que de alguna forma me comenzaba a considerar su amigo y me sonrojé. Abrió con premura la caja de chocolates y mordió tres, hasta que encontró el que le gustaba. En esos momentos recordé que la vida es como una caja de chocolates. Se tiró en la cama a comérselo en bocados lentos. Con los ojos cerrados aspiraba las esencias que genera el cacao.
–Esto es vida –dijo aún con los ojos cerrados.
–Bueno, no te molesto, si quieres baja a la sala de proyección, van a presentar una versión del Decamerón.
–Me encanta esa película, en media hora estoy allá.
Me retiré obligado por mis valores, no sin antes disfrutar cómo su piel recién lavada adquiría un color rosáceo. Con disimulo introduje las manos en los bolsillos para evitar que se me notara cerca de la cremallera el evidente levantamiento de mi hombría impulsada por primera vez por otro hombre.
Me detuve en mi cuarto para lavarme la cara. Nunca antes había pensado que algo así pudiera pasarme, porque soy un hombre completo; toda la vida he rechazado cualquier indicio deImage may be NSFW.
Clik here to view. mariconería, el mínimo vestigio de patería enmascarada. Soy un experto en detectar plumajes escondidos. Siempre he condenado a los que, aun casados se meten a los baños de los centros comerciales y se abastecen de imágenes de pingas para luego llegar a sus casas y repasar los recuerdos mientras tienen sexo con sus mujeres. Nunca, y digo nunca, había mirado a un hombre con otros ojos que no fueran los de un compañero de trabajo, familiar o amigo. A esos, a los que patinaban después de la segunda copa, los que se la pasan mirándote la entrepierna o se les escurre la mirada cuando ven unas nalgas masculinas abundantes, a ellos siempre los había censurado. Para mí eran una cartera organizada de chistes, de ademanes exagerados para describirlos, ellos eran mi afrenta y ahora, en pocos intervalos me convertía en uno. Era como si cada palabra dicha retornara como un boomerang a mis oídos. La vida jugaba conmigo; en esta época de oro cuando los resabios y las consideraciones controlaban cada unos de mis actos, ahora, cuando cuidaba el nivel de colesterol, del azúcar y el tiempo de exposición al sol, pero, ¿quién se preocupa por los rayos ultravioletas cuando la noche está cerca?
Antes de comenzar la película, me senté en la sala de los fumadores para escuchar las interminables tertulias políticas, la inminencia de una estadidad o un golpe de estado. Escuché de nuevo el aleteo de la lechuza, pero no pude distinguirla detrás de las cortinas de seda cruda que adornan la sala. Me aislé de todos, de nuevo invisible, para los viejos es fácil, basta con cerrar los ojos y aparentar que soñamos, porque si algo se aprende con los años es a respetar el sueño ajeno, es que la vida, la vida es sueño y los sueños, ¿sueños son?
Recuerdo que solo habíamos cuatro personas en la sala, tres de ellas roncaban, y yo, ansioso, miraba a la puerta para divisar la llegada de mi nuevo amigo. En el momento en que comenzaba la película apareció Rolando, ataviado de alivios, taconeando alegrías y sevillanas que se acompasaban con latidos: mis latidos.
–Lo siento, Miguel, buscaba un calendario con las fases de la luna –dijo excusándose.
–Hombre, que recién empieza –le dije conciliador, como si no me hubiese importado la tardanza.
Después de unos instantes me susurró:
–¿Tu señora?
–Ella está viendo la novela de las nueve, que es la misma novela de las ocho, pero con otros personajes, y que a su vez es igual a la novela de la una, pero con otros personajes y otros acentos.
Le arranqué su primera risotada. Nos concentramos, él en la pantalla y yo absorto con su aura blanca; él, vestido de caballero y yo completamente desnudo de mis controles. Sin percatarme rocé su pierna con la mía, al sentirla cruzó la suya, esta vez con disimulo. Poco después apareció Bernabet para decirme que se retiraba, llamé a Rolando para presentárselo. Ella, bajo los efectos de la imprescindible Xanax que la ayuda a dormir, apenas le hizo caso. Los créditos de la película comenzaron a aparecer. Quedábamos Rolando, el insomnio y yo. Decidimos caminar por el jardín para disfrutar de la luna llena. Luego de los silencios que preceden las elucubraciones nuevas me preguntó:
–¿Qué tal el matrimonio?
–El matrimonio es como una prisión con el portón abierto: puedes escapar, pero estás tan cómodo con las costumbres que te aterra pensar en hacer un cambio.
–No digas eso, ya quisiera tener a mi esposa viva.
–A mi edad, y después de un ataque en el corazón, busco una compañía que pueda marcar el 911 si me pasa algo, o en el peor de los casos, que no permita que pase más de ocho horas si muero en el sueño. Quiero morir cerca de alguien a quien le simpatice –contesté mientras le daba un tono gracioso al planteamiento.
En ese momento, Rolando cambió abruptamente el tono para decirme:
–Hay que buscar en el medioevo de nuestras relaciones para encontrar el recuerdo de los primeros besos. Ahí está el amor, escondido en los oscuros laberintos de las memorias que han sido sepultadas por el cieno de la dejadez.
Analicé con incredulidad lo que me dijo. Poco después decidimos retirarnos con un simple hasta mañana. Llegué a mi cuarto con la inquietud de recuperar a mi Dulcinea, pero grande fue mi desilusión cuando encontré a Bernabet tiesa y una capa seca de la última crema de Lancome en el rostro. La miré con resignación mientras me preguntaba, ¿qué encantador infame convirtió a mi princesa en esto?
La mañana siguiente nos llamamos temprano para encontrarnos en la piscina. Yo aparenté que era común para mí el ejercicio, aunque la realidad era que había usado la piscina en dos ocasiones. Rolando llegó vestido de soles, corrió y se tiró como todo un profesional. Me quedé en el borde ante el temor de que el agua me causara una pulmonía. Después de cruzar la piscina dos veces se me acercó para preguntarme:
–¿Cuántos hijos tienes?
Había comenzado a acostumbrarme a las preguntas extrañas que son lanzadas después de intervalos silenciosos, así que pensé un instante y le contesté:
–Dos, una chica que padece del déficit de atención moralista, o sea que es moralmente distraída, y el mayor, un hombre inteligentísimo que sabe de cibernética, sabe de política, sabe de leyes, en fin sabe tanto que sabe a mierda.
Rolando repitió una de sus mejores sonrisas.
–Yo tengo uno. Nos queremos mucho, pero no quiero hacerle daño.
–¿A qué te refieres?
Ignoró mi pregunta y prosiguió cruzando la superficie, mientras desprendía los diamantes que se esconden en el techo de las aguas. Poco después llegaron los participantes de los acuaeróbicos, ocho personas con la piel divorciada de las carnes, con bañadores de diseñadores, protector solar 100 y el peor sentido del ritmo que jamás ha existido.
Los siguientes días sirvieron para acercarnos más, siempre con la precaución de no tocarlo, con el miedo de no destilar mis sentimientos a través de miradas delatadoras y sonrisas estúpidas. A veces analizo lo que siento, quizá se debía a un cambio hormonal, o a un germen que tenía latente y que se había activado cuando menos lo esperaba. Busco una explicación científica, kármica, humana, pero no llego a obtener conclusiones, y los pocos vestigios de lucidez se pierden en el eco de una conciencia que me repite sin : pato, pato, pato…
El domingo pasado me puse a mirar a los hijos que vinieron a cumplir su cuota de filialidad con sus padres. Era un catálogo de hombres guapos que para nada lograron impresionarme. Descubrí entonces que mi homosexualidad es selectiva, exclusiva para el viejito del aura blanca.
Durante estas tres semanas no he necesitado píldoras para dormir: este sentimiento, en vez de quitarme el sueño, me ayuda a conciliarlo. No he querido masturbarme pensando en él, por respeto a su desconocimiento de mis quereres y para que no se ensucie la pureza de este amor, que en resumen me parece unidireccional, pero aun así ocupa todo el almacén de mis sentimientos. En ocasiones me he encerrado en el baño para besarme con el espejo y observar cómo me vería si besara a otro hombre.
Rolando ha comenzado a tener una actitud extraña en los últimos tres días, hablaba incoherencias acerca de la luna, de su mujer, de su hijo. Deduje que tenía que ver con la cercanía del día del amor porque los días feriados son terribles para las ausencias. Así que me limité a escucharlo y a escudriñar el calendario ante la proximidad de la luna en su etapa creciente, fase que lo aterraba. No logré convencerlo para que asistiera a la fiesta de los corazones. Dejamos de jugar ajedrez. Me limité a acompañarlo mientras observaba la luna empequeñecerse y el nuevo amor en mi pecho convertirse en gigante.
Ayer me encontré con un Rolando desencajado quien me hizo señas para que lo siguiera, y yo, obediente como un galgo, le seguí hasta su cuarto. Cerró la puerta y con solemnidad me dijo:
–Necesito un favor.
–¿Sí?
–En los próximos días no quiero ver a nadie, quiero estar solo.
Para mí fue difícil aceptar la petición. Accedí con una media sonrisa que se confundía con las huellas que el tiempo ha tejido en mi rostro. Decidí retirarme, pero antes de salir tomé un sorbo intermitente de aire y le pregunté:
–¿Te pasa algo?
Con estoicismo contestó:
–Nada, de verdad, nada.
Entonces fui yo quien quiso estar solo. Me refugié en el jardín japonés, entre nenúfares, bambúes enanos y un gazebo cónico. Tenía en el paladar un viscoso gusto a amargura mezclado con la picante sensación de haber hecho el papel de tonto. De pronto apareció el ave blanca en el borde de una de las ventanas, parecía una estatua de arcilla con ojos burlones que me gritaba: maricón.
No he regresado al jardín por temor de encontrarme con el ave nefasta. Estoy en el redondel mientras recibo a los invitados que nos acompañarán. Todo está listo para la gran noche “del Amor” que celebraré con los ciudadanos fantásticos y con Bernabet, quién está embalsamada de luces artificiales que contrastan con lo opaco de sus ojos que parecen no mirar. El salón está impecable, la servidumbre atiende a los requerimientos de los comensales: un poco más de sal, menos picante, demasiado tostado, ahora caliente, después frío, quejas, más quejas y encomiendas infantiles que son aceptadas por los criados que intentan disimular el acento tan arraigado de su país de origen, tan molestoso para la alta sociedad de la fantochería.
Después de la cena, me refugio unos instantes en la terraza donde jugábamos. El cielo está cubierto de nubes hinchadas. Regreso con dificultad a la celebración porque es pesado andar cuando se está vacío.
Comienza la actividad de los talentos, precisamente con Bernabet, quien recita el poema como si leyera una esquela. Luego la pareja de Fournier y Casaquilla bailan un chachachá de salón con la misma gracia que lo hubieran hecho dos maniquíes de Macy’s durante una tromba marina. Le toca el turno al expresidente del Colegio de Abogados, el licenciado Marentiaga quien interpreta una ranchera. Intento concentrarme, aplaudir con cierta fuerza para que me escuchen los que aplauden con artritis sólo para lucir distinguidos. Marentiaga viene vestido con la toga de abogados y todas las medallas que recibió a través de sus años, metales a los que se les han salido las pátinas enmascarándole el brillo, y que al igual que las glorias se transforman en lata inservible. El mariachi comienza un preludio triste, lento, fúnebre, luego entra el barítono quien alarga las sílabas y pronuncia tres veces cada ere:
YO QUIERO LUZ DE LUNA, PARA MI NOCHE TRISTE…
…y que triste noche sin mi amigo, la gente dormita en el vaivén de la melancolía, Rolando está distante, quizá me necesite,
PARA PENSAR DIVINA LA ILUSIÓN QUE ME TRAJISTE….
…ilusión que me resucitó por un instante a la vida, Bernabet se acerca a mí,
QUE AL MENOS TU RECUERDO PONGA LUZ SOBRE MI BRUMA…
…¿para qué quiero una luna?, ha comenzado a llover, una secuencia de relámpagos
iluminan el lugar,
YO SIENTO TUS AMARRAS COMO GARFIOS COMO GARRAS…
…son barrotes suaves que se introducen en mi espalda y me mantienen erguido, el
viento sopla fuerte…
De pronto falla la energía eléctrica, las luces parpadean hasta apagarse por completo, la orquesta deja de tocar. Algunos de los pobres, limitados y enfermos huéspedes comienzan a gritar, yo aprovecho el momento de confusión para correr al cuarto de Rolando. Aparecen los sirvientes con cirios y linternas. Toco la puerta apresurado. Los truenos retumban en las paredes.
–Abre –grito.
–Vete.
–Si no me dejas entrar, llamo a la ambulancia.
Después de un instante interminable abre con lentitud y se refugia en una esquina.
–Déjame solo.
Cierro la puerta y con firmeza le digo:
–No me voy.
Desesperado suplica:
–¿No entiendes? Llamo a la muerte.
Con paternalismo respondo:
–Déjame buscarte un tranquilizante.
–Llevo días que no puedo dormir. No sé estar sin mi mujer. La soledad se acrecienta cada día, lo he intentado todo, leer, hacer ejercicio, ir al cine, pero nada me llena. Veo a la gente, tan viva, alegre, las parejas tomadas de la mano y la recuerdo, la tomo de la mano, camino con un fantasma, converso con ella, pero cada día se difumina su rostro y me quedo así, como una marioneta sin cuerdas. Siento todos los dolores, pero la muerte no llega, para verla, para encontrarla de nuevo, y si no hay vida después de la vida, para descansar de la pesadilla de sentirla como una película que se proyecta en la niebla. Lo tengo planeado, voy a adelantar el viaje, la gente no se preocupa cuando uno amanece muerto, es natural.
Delira, debe ser una fiebre, llamaré a emergencias. De pronto el aire arrecia, los truenos se hacen más fuertes, y la mirada de mi amigo se torna perdida. Se percata de que voy a buscar ayuda y me dice:
–La peor muerte es no estar con ella y presentir la llegada de la senilidad, el olor a orines que no se enmascaran con los perfumes, la posibilidad de quedar convertido en vegetal y que vengan los que mercadean con los ancianos para dejarnos sucios, quemándonos en vida, con llagas pestilentes que se comen la piel y se combinan a la perfección con la mierda, el calor, la piel quebradiza, los capilares rotos, y esa soledad obesa de nadas, me quiero morir, déjame morir –extiende sus manos y cierra los ojos para volver a gritar–. ¡Vete!
Espero unos instantes y le digo:
–Si fuera a elegir el último paisaje que vean mis ojos de seguro quiero que sea la profundidad de los tuyos –hago una pausa para aclarar mi garganta–. Estoy más vivo que nunca porque me has resucitado.
–¿Yo? –hace una pausa para digerir la incredulidad, entonces contesta–. Tu presencia es agradable, pero no suficiente, es como esos aguaceros que no logran devolver a las represas los niveles óptimos.
Qué dureza el susurro, qué inclemente la realidad. No puedo evitar llorar.
Rolando se percata de la herida que provocó su lanza, entonces comienza a deambular en la frontera fina del llanto y la risa para correr hacia mí y cubrirme con el más intenso de los abrazos. No sé cómo reaccionar, los truenos siguen, aparece la impertinente lechuza en la ventana, levanto las manos para no ofenderlo con un roce equivocado. Él acomoda su cabeza en mi pecho y me dice:
–Perdóname, es que la extraño tanto.
–Así son las ausencias.
Siento su dolor. Hace una pausa y me susurra:
–No me dejes solo.
–Soy yo el que ya no está solo.
Cansado de reprimir las emociones cierro los ojos para aislarme del entorno. Contesto su abrazo con otro más fuerte que me lleva a besar sus cabellos. Su aliento entibia mi pecho tan frío como las madrugadas sin esperanzas. Se ha quedado sosegado. Me parece sentir un tímido beso en el cuello. Afuera la tempestad sigue, en mis adentros todo es calma. Puedo ver en el espejo nuestras figuras abrazadas. Respiro mejor que nunca, tengo espacio suficiente para el aire y para los latidos. Miro a la ventana y observo a la última de mis inhibiciones convertida en una lechuza tan blanca que parece plateada. El ave de rapiña se escapa para nunca más volver y en su aleteo, esparce rayos de luz que matan las sombras de mi luna negra.
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