Vanessa Vilches-Norat (Puerto Rico)
El hueco está detrás del cabezal de la cama. Lo abrimos hace tiempo. No podría precisar, quizás hace ocho años cuando nos dimos cuenta del hastío que nos acechaba. Duraba horas, a veces días. Luego desaparecía. Mientras permanecía entre nosotros el desasosiego, no sabíamos qué hacer. Es una sensación horrible. No se puede seguir al lado de esa persona ni un minuto más. No es tedio propiamente hablando. Quizás intolerancia. Todo molesta. El chasquido de los dientes, la sonrisa inesperada, el comentario a destiempo, la caricia excesiva. Incluso fastidia lo que en otro momento hacía reír. Será el efecto de la acumulación, decía una amiga. Es como una especie de alergia; tanto comes de lo que te gusta hasta que un día el cuerpo te dice: “se acabó”. Te forras de puntos colorados y sientes el escozor agravado por el sudor. Tan sencillo. “Lo poco agrada y lo mucho empacha”, digo yo. Un buen día nos miramos a la cara, como apestados –la cosa es que mi peste era él y yo la suya– y buscamos una solución.
―Hagamos un hueco ―me dijo―, como si hubiera hurgado en mi pensamiento.
―Hagamos el hueco ―contesté―, confiando en nuestro deseo.
Y así fue. Comenzamos a abrirnos paso.
Investigamos la manera más discreta de hacerlo, no queríamos levantar sospechas entre los vecinos. Decidimos trabajar en las noches, después de que todos se acostaran. Fuimos por las herramientas. En casa solo había un cincel y un martillo. No sería suficiente. Nos cogería meses abrirnos al exterior. ¿Cómo se abre un hueco sin echar abajo la pared? Pasar del muro a la intemperie es una gran ambición. Escarbar cuidadosamente como quien hace penetrar una aguja en el tejido sin romperlo es un arte. Nos tomó semanas idear el método perfecto para abrir la pared de nuestro cuarto. Decidimos que esa era la ideal. No es de carga, es más delgada. Además, el cabezal de madera antiguo de la cama disimularía la apertura.
No es tan fácil romper, no lo es. Uno piensa que solo hace falta voluntad y fuerza, pero tuvimos que pensar mucho; fueron demasiados factores por considerar. Primero, la amplitud de la circunferencia. Debía ser lo suficientemente grande para que pudiéramos escapar. Nos medimos; calculamos las libras que pueden llegar con los años sin importar el ejercicio que se haga, y convenimos agrandar el hueco un poquito más. Ya que habíamos decidido hacerlo, no debíamos quedarnos atorados en él. Tiene un diámetro de cuarenta pulgadas. Segundo, ¿qué haríamos con los escombros? Así fue que descubrieron a los presos de la cárcel estatal en su plan de escape. Los pobres tiraron los desechos en el inodoro hasta que se tapó y los delató el agua que corría por los pasillos. Nosotros decidimos guardarlos en el cuarto trasero de la casa y echarlos en el contenedor industrial de un centro comercial lejano. La empresa fue algo onerosa. Nos tomó horas llevar los escombros a la habitación con la pala. Hay que ver todo el polvo y la arenilla que produce una apertura en la pared. Luego tuvimos que montarlos al carro cuidando el horario de los guardias de seguridad. El saldo fue el dolorcito en la parte baja de la espalda que aún hoy, después de tantos años, padezco. Tercero, decidido el tamaño y el lugar de desecho de los escombros, correspondía pensar en los instrumentos y solo contábamos con un cincel y un martillo. Para una pared de cemento, no es suficiente. En ese momento deseé tener una casa de madera. Hubiera sido mucho más fácil abrir un hueco en una pared de tablones. Consideramos un taladro, no, demasiado ruido. No queríamos que nadie se enterara. Así que nos hicimos de un cortafrío, un marroncito y una segueta y, poco a poco, poco a poco, rompiendo aquí, cortando finamente allá, picando las varillas, fuimos demarcando nuestro círculo de la felicidad. Fue tan divertido. Comenzábamos tarde en la noche, como a eso de las doce, y a veces llegaba la madrugada y no nos dábamos cuenta.
Cuesta mucho hacerse de un hueco propio. Estuvimos así un par de semanas. Se presentaron grandes desacuerdos. Él quería hacer un rectángulo. Era mucho más fácil, decía. Supongo que sí, que sería más sencillo, pero siempre he sido exigente y el criterio estético se impone en mí como una maldición. A un círculo no lo desafía nadie. Un círculo es la perfección misma. Un círculo no tiene ángulos, ni esquinas. Nada se quedaría enquistado en él. ¿No era eso lo que queríamos?
Fue un hermoso proyecto. Nos divertíamos como niños y el hueco nos volvía fogosos. Parecíamos perros acechantes, cachorros jugando enloquecidos sin parar. Hurgamos en la pared, como dos sabuesos, hasta que vimos el claro. Fue al amanecer. La luz era hermosísima con esa combinación de malvas y humedad que tienen las madrugadas del trópico. Podíamos ver las melaleucas sembradas al lado izquierdo de la casa. Ahora no había obstáculos, teníamos nuestro pasadizo secreto al exterior. La verdad es que estábamos pasmados. Se sabe que al finalizar un proyecto quedan fisuras de desilusión. Fueron muchas horas de intensidad, tanta coordinación y, de pronto, allí estaba el paso hacia el exterior. Ahora había que reestructurar el tiempo y la noche. Por suerte, ya habíamos estipulado horarios de salida y entrada. No sería a lo loco. Lo habíamos pensado todo muy bien. Había reglas. Por ejemplo, respetaríamos las horas de sueño del otro, nunca pondríamos en peligro la casa, no traeríamos a nadie de afuera, no faltaríamos a los respectivos trabajos, es decir, continuaríamos nuestra vida en común. El pasadizo era un resguardo. Un descanso del interior. Solo eso.
Quién lo diría. Él fue el más estricto. Quiso hasta redactar una especie de contrato donde estipuláramos nuestros acuerdos. Me hizo tanta gracia la regulación de la fantasía. No cabe en un contrato, intenté convencerlo. Tiramos una moneda para decidir quién sería el primero en salir. Yo quería que fuera él, había trabajado tanto que pensé que se había ganado el primer turno. La suerte me complació. Me miró a los ojos y noté una rara mezcla de alegría y miedo. Me besó en la boca como hacía tiempo no lo hacía. Parecía que se iba a la luna. Me dio la espalda y lentamente pasó la cabeza, el cuello, los hombros, la cintura, hasta que lo vi perderse. Por unos minutos me quedé a la espera y luego volví a las páginas del libro que leía. Esa vez no se quedó por mucho tiempo. A la hora ya estaba de vuelta, contento e iluminado. Me dijo haber visto todo diferente. Me hablaba de la nueva luz que caía de los faroles, del particular sonido de los carros sobre el asfalto, de la hermosura de las sombras sobre los cuerpos. Esa madrugada fue la más dulce en mucho tiempo. Valió la pena, dije para mí.
Al otro día me levanté con la alegría del viaje, era mi turno. Se me hizo difícil concentrarme en el trabajo. Al llegar a casa, Rubén ya estaba esperándome. Decidió regresar temprano de la oficina, sospeché. Quiso que me llevara el teléfono celular, le dije que no hacía falta. Le recordé nuestras normas: el que se queda finge no darse cuenta de que el otro se va; no puede rastrearlo, ni esperarlo ni sufrir por su partida. El que se va decide cuándo sale y cuándo regresa, siempre que sea dentro de los días estipulados. Me hizo prometerle que llamaría si me pasaba algo y le dije que sí para tranquilizarlo. Sentí que el experimento dejaba de funcionar.
Aproveché que él estaba en el baño para irme, así no tendría que sufrir la despedida. En el umbral recordé la primera vez que viajé en avión, la sensación irrepetible de estar montada en un puente volador y el corazón se me alegró como entonces. Introduje la cabeza, el cuello, los hombros, el esternón, la cintura. Tomé conciencia del grosor de la pared. Cuando mis ojos vieron el exterior, descubrí la nueva luz de la que hablaba Rubén. Me fijé más en los cuerpos, no solo en las sombras que los arropaban sino en sus voluptuosidades y sonidos. Las voces siempre han sido mi debilidad. Me ufano de reconocerlas, de adivinar la personalidad de la gente por el tono de su voz. Las de flautas me incomodan, aseguran histéricos del otro lado de las ondas sonoras. Las graves, por el contrario, son mi perdición. No sé si será la cursilería del bolero, pero nada como una voz aterciopelada. Así que esa noche me dejé llevar por ellas. Cuando quise volver, habían pasado dos horas. El ritmo del tiempo es impredecible. Me asomé desde el exterior. El túnel se volvió más oscuro. Sigilosamente me deslicé por él hasta llegar al cuarto. Noté que nuestra habitación había cambiado. Me pareció más pequeña y calurosa. Me desvestí y traté de acurrucarme en la cama sin llamar la atención de Rubén. No quería levantarlo. Así lo habíamos acordado. Tuve la impresión de que él se hacía el dormido, pero no quise comprobarlo.
En el desayuno, le comenté mis impresiones. Él se había levantado algo malhumorado, pero no le hice caso. Y todo comenzó a marchar como esperábamos. Una noche él, la otra, yo, religiosamente. Hubo momentos tensos, pero luego de que acordamos enmendar el reglamento para incluir la cláusula de no contarnos nada al otro día, sobrepasamos la crisis. Sin embargo, los olores traicionan y las palabras sobran. Cada cual imaginaba según vivía. Para cualquiera habría sido el estado perfecto, la convivencia exacta. Se está cuando se quiere porque hay la posibilidad de escapar. Así pasaron los años. Hasta ahora creía que a él se le hacía más difícil que a mí. Como siempre se mostró más receloso que yo, pensé que respetaría más el contrato.
No entiendo por qué se ha tardado tanto en regresar. Hace una semana que lo espero. Nunca lo había hecho. Era el guardián reglamentario. Incluso, la noche que no volví me montó una bronca impresionante. Jamás lo había visto así. Tenía un ataque de celos, el pobrecito. Le dije que se me había pasado el tiempo sin darme cuenta, que lamentaba mucho haber violado el reglamento. La verdad es que una voz deliciosamente grave se cruzó en mi camino aquella noche y no pude volver a tiempo. Además, me perdí. De repente no encontraba la calle, confundí la casa. Ahora confieso que pensé seriamente quedarme. Habría sido una gran crueldad. También lo fue hacerme sorda a aquella voz. Pero soy una mujer de palabra y la tenía comprometida. Al mediodía, cuando asomé la cabeza a la habitación, Rubén estaba totalmente desconsolado. La barbilla le temblaba de coraje y sus ojos refulgían con una rabia antigua. Hasta me amenazó con tapar el hueco. Le mostré el reglamento y tuvo que callarse. Así son los compromisos, así son. Ahora sé lo que sintió entonces. No pensé que podía ser tan duro.
Anoche, mientras lo esperaba, me asomé al umbral y vi un charco. No había reparado en ello. Decidí limpiarlo, así que cogí una escoba para sacar el agua estancada. Había caracoles y musgo pegados a las paredes del túnel. Una flota de mosquitos habitaba el estanque. Me pareció escuchar un sapo. Cerré los ojos mientras empujaba el agua por no ver las culebras o los ratones de la ciénaga. No es tan perfecto el círculo, saben, por más hermoso que se piense. Luego de muchas horas de contemplación siempre aparece una fisura, una línea recta que lo atraviesa y estropea su perfección. Por un momento quise taparlo, sí, taparlo, rellenarlo con cemento. Así se perdería. No podría llegar. No encontraría el hueco. Estoy furiosa. Han pasado seis noches y no llega. Ha violado el reglamento. Pensar que fue su empeño redactarlo. El rencor es un viejo demonio y uno nunca imagina hasta dónde puede llegar cuando está del otro lado del umbral. Por supuesto, yo no podré salir tampoco. Me quedaré aquí estancada, como el agua. Lo más probable me nacerá musgo y se alojarán en mí sapos venenosos prestos a saltar.
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