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Tercer alejamiento

Luis Othoniel Rosa (Puerto Rico)

El Guano Island Act de 1856 lee de la siguiente manera: “Whenever any citizen of the United States discovers a deposit of guano on any island, rock, or key, not within the lawful jurisdiction of any other Government, and not occupied by the citizens of any other Government, and takes peaceable possession thereof, and occupies the same, such island, rock, or kemay, at the discretion of the President, be considered as appertaining to the United States.”

De manera que el Guano Island Act permitía, por la cláusula sobre las piedras, las bases para un micro-imperialismo adentro del más grande proyecto americano del Destino Manifiesto. Entre 1850 y 1860, Estados Unidos comienza a imaginar su proyecto imperial. El imperio es sobre todo una forma de imaginar. Y en esta década hay un cambio en las formas de imaginar de la nación americana. Este cambio de imaginación es un cambio narrativo. Como si el imperio fuera muchas historias que se van haciendo una historia bien grande. Los primeros territorios anexionados por Estados Unidos fueron permitidos por el Guano Island Act. Entrado en el siglo veinte, hasta el hermano de Hemingway había incurrido en las ridiculeces que implicaba esta ley, cuando decidió declarar el cadáver de una tortuga marina o carey, que vio en un arrecife al norte de Venezuela y que recogía vastos excrementos de guano, territorio americano y fue avalado por el Presidente. La tierra de Estados Unidos entonces ya no existe en su pureza, el fétido imperio es siempre el monstruo fragmentario de una novela de Mary Shelley.

Pero la relación entre guano e imperio va más atrás. El imperio incaico fue el primero en descubrir el profundo valor del guano. Los incas incluso imponían sanciones a quienes lastimaran o cazaran a los pájaros que lo producían. El guano les permitía agilizar y potenciar sus cosechas, de modo que producían más alimento para sus ciudadanos y se podían reproducir más rápido. El guano (huano, que viene del quechua) fortificaba el cuerpo del imperio. El guano fue también una de las razones principales de la Guerra del Pacífico (1879-1883) entre Chile y la alianza de Perú y Bolivia. La importancia de la mierda, entonces, está ligada al surgimiento del continente y a la expansión imperialista norteamericana sobre Latinoamérica. Digamos que el guano tenía la importancia política en la región que hoy tiene la cocaína. Y volvemos hacia atrás, porque alejarse también es volver.

Los alemanes, los españoles, los millones de irlandeses, como el negro, tienen guano en el destino de su historia. Fueron embarcados por el Atlántico y hasta América, para zanjar y saquear, para abaratar el maíz, y luego morir prematuramente, creando un pedazo de yerba verde en el prado.

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Seguimos mirando hacia atrás y vemos los pasos del judío, del indígena, del negro, y vemos cuánta voluntad agotada en exterminar al judío y al indígena, en esclavizar al negro, en robar al árabe, todo en vano, como quienes insisten en que cada nación tiene su propio hábitat. Cada cual se deja enamorar del nervioso y vencedor hábito de su árbol genealógico. Las naciones pesan en la historia. El inglés, el español, el alemán, el francés, se sembraron en cada costa y mercado de América, monopolizando su comercio. La jerarquía de las tribus y la quietud con que el imperio adhiere a una y vence a la otra es tan uniforme como las superposiciones de las clases sociales. La población del mundo, desde sus orígenes, es una demografía condicionada: no es la mejor la que sobrevive, sino la mejor que puede vivir en este momento.

Luego las naciones se rudimentan, el hombre desnace, buscamos generaciones que ya vivieron su término, y no vuelven más, la cara del planeta se congela y se seca. El hombre es sólo una estatua, el rey por venir que la naturaleza ensaya en rudas formas vivas, que esconde en monstruos indomables, una tortuga vigilante ante el libro de la naturaleza, peces, los primeros animales deformes, zoófitos, formas vegetales que los anteceden, miles de generaciones en una capa de fango y tierra. Una página que la naturaleza torna hacia atrás y forma un mapa de granito en el suelo y luego miles de edades que se desparraman como una pizarra. Ella pasa páginas gigantescas, hoja tras hoja, y nosotros queremos, sin éxito, volver a las páginas anteriores. Así, podríamos decir que el libro de la naturaleza contiene en unas páginas el libro de la historia.

Meses más tarde de su primer comentario sobre el guano, Dust me contó una historia que le había contado Trilcinea sobre un anacrónico pirata. El anacronismo del pirata consistía en que a finales del siglo diecinueve, cuando los imperios ya habían achicado el mar al punto de que ningún pirata podía existir, este pirata tenía una flota de tres naves y cien tripulantes. Su nombre de pirata era Lagartija. Dice la leyenda que el famoso pirata era miope del ojo izquierdo y que utilizaba un parche en el derecho, el ojo sano, para ver las cosas fuera de foco. Algunos le daban el epíteto de “el Miope”, y decían que se podía pasar hasta una hora mirando el horizonte sin pestañear. Las razones por las cuales el pirata se cubría el ojo sano son, por supuesto, materia de especulación. Algunos dicen que era un asceta; otros, que era un visionario. Yo tengo para mí que era una forma de hacerse el interesante.

El pirata Lagartija, alias “el Miope”, se dedicaba a interceptar y saquear cargamentos de guano. Los americanos importaban el guano de muchos sitios de Latinoamérica, pero lo reunían en el Caribe, donde tenían múltiples bases militares con inmensas flotas que les permitían una ruta segura a los exportadores. Sin embargo, la gran demanda de guano en Estados Unidos era una fuerte tentación para muchos militares, que se aliaban con compañías de fertilizantes para traficar guano ilegal, es decir, guano que no pasaba por las aduanas americanas y que por lo tanto no pagaba impuestos. Pero, como dicen algunos, en el Caribe, tiburón se come a tiburón. Esos exportadores y militares corruptos eran las principales víctimas (y a la vez competidores) del pirata Lagartija. Su operación pirata era sencilla. El pirata Lagartija no les robaba todo el guano porque eso obligaría a los exportadores de guano a declararle la guerra, y en un mundo sin piratas, el pirata singular no puede guerrear contra todo un imperio. El pirata, simplemente, a punta de cañones y cañonazos, obligaba a los exportadores a cambiarle la mitad de su guano por una mezcla de estiércol y guano de África. Luego, los exportadores y el pirata Lagartija mezclaban la mierda con el guano puro y la revendían. De manera que los exportadores todavía podían obtener dinero de su cargo y las breves intercepciones piratas eran sólo consideradas gastos de transporte. El pirata gozaba de fama y fortuna, y hasta de buena conciencia, en tanto que les vendía el guano a comunidades en el Caribe que no tenían acceso a él. Así, el pirata Lagartija era todo un Robin Hood caribeño.

Pero con los años, el pirata Lagartija se enamoró de Diana, la hija rebelde de unos criollos que vivían en la isla de Puerto Rico. Y se dice que el amor es el fin de los piratas románticos y anacrónicos. La operación pirata de “el Miope”, si bien había sido intensa y gratificante, ahora le resultaba desapasionante. Luego de semanas de mirar al horizonte con su ojo miope, el pirata Lagartija decidió regar todo el guano que antes contrabandeaba en una isla pequeña al norte de Venezuela. Llenó la isla de tortugas y sembró muchas semillas de marihuana que le había robado a un barco inglés. Planificaba su retiro, y su idilio romántico. Fue tanto el fertilizante que regó en la isla, que tanto las tortugas como la marihuana sembrada adquirieron dimensiones extravagantes, en un caso inducido de gigantismo insular. Allí, en su isla, construyó una mansión y hasta un pequeño puerto de defensa, y mandó a los últimos tripulantes de su empresa pirata a buscar a Diana, su enamorada. Allí, en la isla, quemaría sus naves ante ella, símbolo del fin de su vida pirata, del comienzo de su vida asentada y de su compromiso amoroso. El pirata Lagartija se había sentado en su puerto y miraba el horizonte esperando a que llegaran las naves con su amada Diana a bordo. Pero esto nunca pasó. En el horizonte difuso, que miraba con su ojo miope como un cíclope que vigila que el mar no cambie sus tonos de azul, las naves nunca aparecieron. Los exportadores de la compañía de guano aprovecharon la breve debilidad romántica de aquel pirata anacrónico que desafiaba al mundo moderno y bombardearon sus naves con su amada adentro. Los pocos piratas que aún trabajaban para Lagartija le dijeron que, como venganza simbólica, los exportadores de guano habían triturado el cadáver de Diana y lo habían mezclado con el guano antes de venderlo a los sembradores de maíz en Estados Unidos. Así, Diana viviría en la sangre del imperio, donde serviría de fertilizante a la joven y poderosa nación americana.

Yo tengo para mí que fueron sus mismos compañeros piratas, ante la posibilidad de quedarse sin trabajo, los que le contaron sobre la supuesta muerte de Diana tan sólo para que el pirata Lagartija volviera al ataque de los barcos americanos, ahora con más odio y sin piedad. Tras la muerte de Diana, el pirata Lagartija le puso un nuevo nombre a su isla: Acteón.

(Capítulo de la novela Otra vez me alejo, Editorial Entropía, Buenos Aires, 2013)

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Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) estudió literatura en la Universidad de Puerto Rico y en Princeton. Es profesor nómada, actualmente en la Universidad de Duke, mañana en otro sitio. Dirige el blog de reseñas El Roommate y escribe un libro sobre estética anarquista. Otra vez me alejo (Buenos Aires, 2012; San Juan 2013) es su primera novela.

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